diciembre 22, 2024

Nuestro lenguaje y la inteligencia artificial

El lenguaje como máquina

Este breve texto escrito por un humano de cincuenta y tres años que envejece y se equivoca con frecuencia, se limita al tema de la comunicación, incluso, nada más, apenas, al asunto de cierta comprensión del lenguaje. Como persona de carne y hueso que apenas tiene cabeza para unas pocas cosas del mundo, no estoy capacitado para hablar, por ejemplo, del contador o del matemático. Aunque tampoco, ha de confesarse, hay mucho conocimiento en lo que a continuación diré.

Pero vayamos hacia allá.

Creo que cada vez más se pretende convertir el lenguaje en un número, en un dato. En mera información. Claro, así debe ser, dirá alguno, el lenguaje es referencial. Y sí, el lenguaje sirve para nombrar, para informarnos de las cosas en presencia y ausencia, para transmitir información clara y precisa sobre aquello a lo que refiere. Pero el lenguaje no tiene una sola función. Se usa por igual para expresar sentimientos, emociones, pensamientos propios, reflexiones. También el lenguaje puede hablar de sí mismo y centrarse en su forma, lo que determina la estética, la poética. Tiene la propiedad de ser maravillosamente opaco y de jugar consigo mismo, con sus paradojas, y encontrar allí sentido de autoconciencia. Es decir, las paradojas hacen que el pensamiento se pliegue hacia adentro y tome conciencia de sí mismo: nos sabemos humanos, seres pensantes en la conciencia de nosotros mismos.

Preocupa entonces que se estén simplificando las funciones del lenguaje. Nuestros tiempos se adentran en un callejón sin salida donde predomina o se pretende imponer la referencialidad, la transmisión de información, como única forma de saber -y de cultura, cuando no es más que entretenimiento. El lenguaje con que se redacta una noticia sobre una película resulta, por ejemplo, cada vez más aséptico y también pobre y así que empobrecedor. Hablamos de una escritura que se limita a darnos una información más o menos necesaria: actores, directores, algo de la trama. Esa información no suele estar acompañada de un ejercicio de estilo o por lo menos de su intento; su lenguaje, simple, básico, se mueve guiado por los cuadriculados algoritmos y por el llamado SEO que determina una redacción muy limitada y en ocasiones hasta inapropiada o descabellada.

Estamos al tanto que no todo texto “periodístico” debe ser escrito con una profundidad de pensamiento acompañada de una estética del lenguaje. El problema es la frecuencia, la abundancia de noticias “ligeras” y sus juegos de aparentes complejidades. Comenzamos ya a acostumbrarnos a las noticias -y a sus titulares- que nos venden “un secreto que nadie imaginaba” de un determinado actor o actriz. En caso de que la curiosidad nos gane, abrimos el artículo y nos topamos con un larguísimo texto que nos cuenta la vida de este actor desde que nació. Llegamos luego de cinco minutos de lectura al aparente secreto, que no es más que una bagatela que ni siquiera satisface nuestra morbosa curiosidad. El artículo -escrito con SEO hasta rabiar- lo que ha buscado es retener nuestro tiempo de lectura, para que el algoritmo entonces lo replique debido al inigualable interés que despertó en nosotros, evidenciado en el tiempo de retención de lectura. Es así, si no me equivoco.

Otros artículos también buscan prolongar nuestro tiempo de lectura con titulares como “No podrás creer cómo lucen estos actores veinte años después” y la imagen que lo precede es la de Brad Pitt, por ejemplo. Al abrir el artículo encuentras un antes y un después de por lo menos treinta actores (con veinte años y luego con cincuenta, lo que implica, por supuesto, un cambio), con una breve descripción de su carrera. Estamos así ante un “gran trabajo de investigación” que no busca más que retener nuestro tiempo de lectura. Pero también nos encontramos ante un texto redactado de modo aséptico, correcto y ya, sin despliegue de otras funciones del lenguaje.

El problema no es que la inteligencia artificial llegó para escribir como nosotros y quitarnos nuestros puestos de trabajo; en realidad, desde hace rato, nosotros estamos escribiendo como la inteligencia artificial. Esta es la verdadera tragedia: en los últimos tiempos escribimos para consumidores, o peor aún, para números, y no para lectores, o mejor decir, para personas.

Estamos escribiendo como máquinas que escriben para máquinas.

El demonio del ego

Todo parte del ego. Somos el ego, y el ego simplemente es. Resulta inútil luchar contra esta idea. Pero por supuesto, por cultural general, porque así lo dicta el cliché, se denigra del ego y, sobre todo, se habla mal del ego del arte (o del artista). Quiero resaltar que esto en muchas ocasiones encuentra bases muy bien fundamentadas, porque todo hay que decirlo. No obstante, pretendo llevar mis razonamientos hacia otra parte.

En el arte bien entendido, el ego produce ideas que, digamos, obedecen al mundo interior del artista, a sus gustos, a sus filias, a sus fobias. La comunicación de estas ideas pretende una transformación de los sujetos. Sin duda, hay una pretensión allí del ego: se busca hacer que el receptor experimente un movimiento espiritual por medio de la reflexión que produce la contemplación del artefacto artístico.

Hay allí -¿por qué negarlo?- un acto de generosidad del ego. Este ego pretende dar algo de sí al receptor, que incluso el receptor posiblemente no quería, o no sabía que quería. Por supuesto, este acto de comunicación no necesariamente implica el referido proceso de transformación del sujeto receptor, pero lo importante acá es señalar el acto de generosidad lanzado a un colectivo de almas que se suponen afines. David Lynch no piensa, digamos, en un público específico delimitado por un estudio estadístico, o quizás sí, es decir, quizás sí piensa en su público, pero de manera intuitiva. Vuelvo a la idea: digamos que Lynch no piensa en un público medido por números, por estadísticas, por algoritmos. El público del arte verdadero es, quizás, más difuso. Ningún experto mercadólogo le dice a Lynch qué elementos tiene que incluir en sus películas para que sus películas tengan “éxito”. Lo mismo podemos decir de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Fellini o Kubrick. Directores como estos aman hacer películas. Scorsese habla en su ensayo “Il Maestro” de actos de generosidad en la curadoría (de cine, en su caso), porque eso es lo que hace un curador: compartir lo que ama y lo que le inspira. Dan Talbot, más que realizar un acto de generosidad, nos regaló una valentía. Así nos dice Scorsese:

Dan Talbot, por ejemplo, que era expositor y programador, fundó “New Yorker Films” para distribuir una película que amaba, Before the Revolution (Antes de la Revolución; 1964), de Bernardo Bertolucci, que no era exactamente una apuesta segura.

En oposición a esto que, con todas las de la ley, podemos llamar pasión por el arte del cine, Scorsese encuentra el algoritmo: “Los algoritmos, por definición, se basan en cálculos que tratan al espectador como un consumidor y nada demás”.

Y allí entonces entra el ego del entretenimiento, que es el que produce materiales que también son comunicados, pero que son pensados como una información absolutamente numérica y cerrada. Es decir, el material producido está definido desde los datos de la edad, el sexo, el nivel económico, sociocultural, etc. El ego del entretenimiento no pretende ninguna transformación espiritual. Su propia palabra lo dice: sólo pretende entretener, darle a la audiencia lo que supuestamente quiere, o peor, lo que sólo necesita. En la medida que esa necesidad no se modifique, el éxito comercial se supone garantizado.

El ego del entretenimiento comunica con el sólo fin de producir capital. Entrega sin importarle realmente lo que entrega, porque tan sólo desea recibir a cambio la compensación del capital. La “necesidad del espectador”, la entiende el ego como una fórmula estática, adecuada, conveniente. Así, esa supuesta necesidad funciona como un arma de sometimiento, de estancamiento espiritual. No da más de lo que la audiencia ya conoce, y está ahí detenida, no avanza -quizás sólo en los aspectos técnicos-, no permite las transformaciones del sujeto. Dejar que eso ocurra, sería trabajar sobre el riesgo, sobre aguas inciertas.

He sido testigo de conversaciones entre directores de cuentas y productores de telenovelas, en las que se ha dicho que el público de la novela es ignorante, que sólo hay que darle lo que quiere, que no se le puede pedir mucho. Los he escuchado decir incluso “Yo tengo otros gustos, por mí yo haría otras cosas, pero esta es la gente para la que hacemos telenovelas y hay que darles los que ellos quieren”. Incluso vemos cómo en las excepciones, el ego del entretenimiento es voraz y no permite el avance ni la transformación del sujeto. La telenovela Yo soy Betty, la fea fue una revolución de los dramáticos en su momento. Se atrevió y otorgó nuevas formas de entender la realidad social e incluso se atrevió a meterse por los minados terrenos de los estándares de la belleza femenina. La novela demostró que a la gente se le puede ofrecer otras miradas que lleven por nuevos caminos creativos que proporcionen un cierto grado de reflexión y, claro está, buen entretenimiento. ¿Pero qué hizo luego la industria? Pues ha realizado por lo menos veinticinco adaptaciones de la telenovela en distintas partes del mundo. La “revolución” de Betty fue detenida a tiempo. La industria capturó “la fórmula” y la repitió. Ni un atrevimiento más, pero sí rating y clientes comerciales para el canal respectivo. Listo. Hablamos de un negocio. Un negocio que se sustenta sobre la estadística, el estudio de mercado, de audiencias, sobre el algoritmo, sobre el “éxito” probado. Un negocio que sustenta el lenguaje y la comunicación sobre números. Que cada vez más convierte el lenguaje en números.

Todo se resolvió para los perezosos voraces el día que inventaron la palabra entretenimiento. Que no es que sea cosa mala, lo malo está en que la palabra se ha puesto por encima de todas las cosas, como un dios de nuestros tiempos.

Volvemos a la IA

Entonces nos preguntamos acá por la inteligencia artificial. Y el miedo que tenemos. Recuerdo la famosa frase: “No eres tú, soy yo”. Quizás debamos cambiar la dirección de nuestra mirada. No es la inteligencia artificial la que acabará con todo. Somos nosotros los que le hemos abiertos las puertas -desde hace rato ya- para nos quite nuestros trabajos.

Si el arte deja de importar. Si la belleza no importa. Si ya pensar y reflexionar como personas libres no importa. Si ya la generosidad o la valentía no importan, sino la producción del capital en función de consumidores y gente “bruta” que son prefiguradas por informaciones frías, estadísticas, matemáticas, entonces, con toda lógica, la inteligencia artificial es lo debido, lo lógico, lo que naturalmente ha de venir.

La inteligencia artificial no posee un ego generoso o egoísta en su nacimiento, en su naturaleza. La inteligencia artificial no actúa (digamos que por los momentos) de manera volitiva. Ella es producto de una voluntad otra, de un desiderátum de otros egos.

No es a la inteligencia artificial a la que debemos temer, sino al lenguaje de nuestros días. Porque nosotros hacemos el lenguaje, porque el lenguaje somos nosotros mismos.

Fedosy Santaella

Narrador y poeta. Ha sido profesor investigador en la UCAB y coordinador académico de diplomados de escritura creativa. Ha publicado con editoriales como Alfaguara y Ediciones B en Venezuela, Con Pre-Textos y Milenio en España y con Norma en México. Fue becario del programa internacional de escritura de la Universidad de Iowa. En 2016 obtuvo el premio internacional de novela breve Ciudad de Barbastro. Actualmente da asesorías literarias, dicta talleres de narrativa y poesía, y se desempeña como director de tesis en el Máster de escritura creativa de la Universidad de La Rioja, España.

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