“¿Conoces a Alejandro Magno? La batalla de Gaugamela. Completamente superados en número. Golpeó el corazón del enemigo y ganó”.
Con este argumento Jordan Goudreau, un exoperativo de las fuerzas especiales del Ejército de los Estados Unidos, justificó una insólita incursión armada el 3 de mayo en una zona densamente poblada en la costa cerca de Caracas. El objetivo final era derrocar a Nicolás Maduro y el plan, al menos en un principio, contó con la aprobación de la oposición venezolana.
Sus palabras fueron pronunciadas en una entrevista que le hizo la polémica periodista venezolana Patricia Poleo, quien le pidió que explicara por qué lanzó la “Operación Gedeón” en aguas abiertas, en lugar de intentar infiltrarse a través de la frontera con Colombia.
Goudreau tiene una empresa militar llamada Silvercorp USA con sede en Florida, que se estableció semanas después de un tiroteo en una escuela de Parkland en marzo de 2018. Desde entonces, ha publicado vídeos donde habla sobre cómo su empresa puede brindar capacitación a maestros para responder a los tiradores escolares activos e, incluso, propone “incrustar agentes antiterroristas en escuelas disfrazados de maestros”.
En la extraña conversación con Poleo, el exmilitar también afirmó que había firmado un contrato con la oposición liderada por Juan Guaidó, pero que “nos lastimaron más de que lo que nos ayudaron”, en parte porque, según él, nunca les pagaron el anticipo de un millón quinientos mil dólares que había solicitado por la operación.
A pesar de esto, Goudreau, quien dice que hay “células” activas dentro de suelo venezolano, decidió continuar prestando los servicios de su compañía porque es un “luchador por la libertad” y “esto es lo que (los luchadores por la libertad) hacen”.
El resultado de la incursión culminó con ocho personas muertas, aparentemente en combate con las fuerzas de seguridad del régimen de Maduro. También hubo al menos 20 detenidos en dos intentos de ingresar por las costas venezolanas; el segundo fue ejecutado el 4 de mayo en Chuao, un pueblo venezolano productor de cacao en la costa del estado Aragua, a donde solo se puede llegar en embarcaciones marítimas.
En este segundo intento fue capturado el hijo de Raúl Isaías Baduel, un preso político fundador de la Revolución Bolivariana, que comandó el rescate de Hugo Chávez tras un breve golpe de Estado en abril de 2002. Su captura le dio legitimidad a una insólita operación que en un principio no fue tomada en serio por miles de ciudadanos que suelen dudar de este tipo de levantamientos armados, especialmente porque el régimen venezolano siempre termina beneficiado, sacándole provecho a través de su aparato propagandístico.
La absurda operación recuerda a otras que también fracasaron, como la del capitán Juan Carlos Caguaripano Scott, quien comandó en 2017 un asalto al fuerte de Paracamay en Valencia y que fue detenido y torturado hasta el punto en que le desprendieron ambos testículos con aplicación de descargas eléctricas; o la de Óscar Pérez, un policía sublevado que fue masacrado junto a su grupo en enero de 2018, a pesar de haberse rendido.
No obstante, la incursión Gedeón al mismo tiempo plantea una pregunta que casi nadie –o nadie– sabe responder con claridad: ¿por qué es tan difícil levantarse en armas contra el régimen chavista, incluso después de que perdieron popularidad y sumergieron a Venezuela en una crisis sin precedentes, solo comparable a países en guerra?
La llamada de Chávez
Para intentar responder es indispensable mirar hacia diciembre de 2007, cuando se concretó la primera derrota electoral de Hugo Chávez en un referéndum que le habría permitido postularse para la reelección de manera indefinida.
Chávez, preocupado, decidió llamar a su padre político y líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, quien no dudó en decirle que si quería mantenerse en el poder debía garantizar el control absoluto de los militares.
Entonces, de acuerdo a documentos desclasificados por Reuters, se firmaron convenios para que Cuba tuviera amplia libertad para espiar y renovar al Ejército venezolano.
Así, se inició la imposición de una estricta vigilancia de las tropas venezolanas a través de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM), que infunde miedo y paranoia para aplastar a la disidencia y cualquier intento de rebelión. Hoy, según organizaciones independientes, hay más de 300 militares presos.
Más de una década después de que empezara el apoyo del ejército cubano –que el vicepresidente estadounidense Mike Pence catalogó como «influencia maligna»–, expertos consideran que este ha sido indispensable para la supervivencia de Maduro como presidente, en medio de una crisis económica que ha generado hambre generalizada y que más del diez por ciento de la población abandonara el país en los últimos años.
Los métodos de los oficiales de la DCGIM son aterradores: según informes de las Naciones Unidas, realizan torturas –muchas veces mientras utilizan máscaras de calaveras– que incluyen descargas eléctricas, asfixia, submarinismo, violencia sexual y privación de agua y alimentos.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Igbert Marín Chaparro, un coronel del Ejército con una carrera destacada y un liderazgo “incómodo”, que fue detenido, aislado y sometido a tratos crueles y degradantes por, entre otras cosas, reclamar que durante un mes tuvo que rendir cuatro patillas entre 500 soldados.
Aunque el más mediático e inquietante caso fue el de Rafael Acosta Arévalo, un capitán de la Marina de 50 años que murió bajo custodia de la DGCIM el 29 de junio de 2019, ocho días después de que los agentes lo arrestaron.
El asesinato de Acosta Arévalo, producto de múltiples y escalofriantes torturas, marcó un antes y un después, pues ocurrió tras una visita al país de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet: aun teniendo los ojos del mundo encima, la DCGIM no dudó en mostrar su lado más monstruoso, en lo que pareció un mensaje directo para aquellos soldados que pretendieran sublevarse.
La fantasía de la fuerza extranjera
Miguel Ángel Martínez Meucci, doctor en Conflicto Político y Procesos de Pacificación, cree que existen dos tipos de mal extremo: el que ejecutan los psicópatas aislados y el de los regímenes totalitarios.
Con respecto al segundo de los casos, Martínez Meucci escribe: “en este segundo caso la magnitud de la tarea (de neutralizar el mal extremo) es inmensa, dado que quienes en principio están en capacidad de moldear las instituciones, elaborar la ley y ejercer la violencia son, precisamente, los agentes del mal extremo”.
“En consecuencia, la fuerza necesaria suele: 1) provenir de instancias ‘antisistémicas’, 2) construir su legitimidad en abierta oposición al orden instituido y 3) funcionar por fuera de las instituciones existentes. En otras palabras, se tratará casi necesariamente de una fuerza exógena al sistema, de carácter fundacional o refundacional, una fuerza cuyo carácter político habrá de ser radicalmente nuevo, edificado desde las instancias más básicas y capaz de rearticular a la sociedad desde sus raíces más elementales”, agrega.
Según el concepto de “mal extremo” del analista político venezolano, el régimen de Nicolás Maduro cumple con los requisitos para ser considerado como tal.
Con la juramentación de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela en enero de 2019 y su posterior reconocimiento por más de 50 naciones, se abrió paso a una peligrosa opción –deseada por muchos– para derrocar a Maduro: una intervención militar.
Esta opción tomó fuerza especialmente porque desde la Administración de Donald Trump, quien reconoció a Guaidó de inmediato, no paró de repetirse que para salir de Maduro “todas las opciones” estaban “sobre la mesa”.
A partir de allí, líderes de opinión en Venezuela y el resto del mundo empezaron a empujar en esa dirección: exigirle a Guaidó que “autorizara” una intervención militar del Ejército norteamericano quien, según muchos de ellos, realizaría una operación “quirúrgica” y sin muchos daños colaterales para derrocar a Maduro, apoyado por otros gobiernos como Colombia y Brasil, países que también sufren la crisis regional provocada por el chavismo.
Pero ni Guaidó posee el poder de ordenar a la potencia militar más grande de la historia que entre en territorio venezolano, ni Trump parece hablar en serio cuando dice que todas las opciones están sobre la mesa.
Y quizás lo de Trump tenga una simple explicación: no es tan sencillo derrocar a Maduro.
Venezuela no es Panamá, donde Estados Unidos realizó una operación militar en 1989 que terminó con la dictadura de Manuel Noriega en pocas semanas. Y no lo es porque tanto Chávez como Maduro invirtieron muchos recursos en armas y estrategias trasnacionales para vender cara su derrota. Hoy en día el régimen no es más que una organización criminal formada por muchas organizaciones criminales. Creer que solo las Fuerzas Armadas venezolanas sostienen a Maduro es, en realidad, bastante ingenuo.
En Venezuela actualmente hay una peligrosa presencia de grupos armados internacionales, como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) –que se encuentra en al menos 12 estados según organizaciones independientes–; o el grupo terrorista Hezbolá que, según un artículo de Foreing Policy, “ha trabajado durante mucho tiempo en establecer una vasta infraestructura y plataforma para sus actividades delictivas (en Venezuela), incluyendo el tráfico de drogas, lavado de dinero y el contrabando ilícito”.
A ello habría que agregar a colectivos y paramilitares armados financiados por Maduro sin olvidar que, además de Cuba, Venezuela también tiene apoyo militar de Rusia.
No por nada hay reportes que afirman que una posible intervención estadounidense superaría los 80 mil millones de dólares. Como precedente, en el libro La Guerra de los tres billones de dólares, escrito por Joseph E. Stiglitz y Linda J. Bilmes, se explica cómo el gasto de la invasión a Irak en un principio pareció ser mínima y posteriormente alcanzó gastos inimaginables.
Aunque más desgarrador aún es saber que la invasión a Irak terminó con un mal extremo solo para iniciar otro. Sobre ello, Stiglitz y Bilmes sostienen: “Por muy vil que fuera el régimen de Sadam Husein, el hecho es que la vida para el pueblo iraquí es hoy aún peor. Las carreteras, escuelas, hospitales, viviendas y museos del país han sido destruidos, y el acceso de sus ciudadanos a electricidad y agua es menor que antes de la guerra. Abunda la violencia sectaria. El caos de la guerra de Irak ha convertido el país en un imán para terroristas de todos los colores. A día de hoy, la idea de que la invasión de Irak traería la democracia y serviría de catalizador para el cambio en Oriente Próximo parece una fantasía”.
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