La vida moderna suele estar impregnada de automatismos que, como regla general, no acostumbramos a examinar demasiado. Aquello que denominamos hábitos, instituidos a pulso para conducir la mayor parte de nuestro quehacer cotidiano cuando no está dominado por la inercia del despropósito vital, se fundamenta de cierta medida en la evidencia empírica emanada de su sucesión en el tiempo, aun cuando originalmente ésta no haya sido iniciada por nosotros. Así, la fotografía secuencial de despertarnos, beber café, tomar una ducha, prepararnos y acudir a algún tipo de labor, por ejemplo, conforma nuestro universo diario. Si consideramos que aprender esta seguidilla de acontecimientos heredada desde nuestro entorno más íntimo nos resultó relativamente sencillo para insertarnos en el movimiento de la sociedad actual, donde nuestra supervivencia está en gran medida garantizada, sería al menos curioso imaginar cómo habría sido esta cadena en la época de las cavernas, lejos de las garantías y seguridad de nuestra realidad. Y más aún, interesaría comprender qué móviles de nuestro sustrato biológico facilitaban la adopción de comportamientos proclives a imitar, articular y sostener las estructuras sociales que nos permitieron aliarnos a un desconocido para cazar, pactar con un extraño por la seguridad de la tribu o adecuar esfuerzos para la construcción de herramientas e infraestructuras rudimentarias que posibilitaran el protegernos de los avatares ambientales. Un dispositivo natural en común entre las prácticas de la era de las cavernas y nuestro desarrollo en la comodidad de nuestro departamento lo representa la confianza.
El valor de la confianza motoriza las relaciones sociales desde la génesis de nuestra especie, cultivando conductas evolutivas orientadas a armonizar la totalidad de nuestra producción cultural. El peso de su ausencia en el tejido de las sociedades puede apreciarse al revisar la historia, con frecuencia plagada de guerras, conquistas, divisiones y símbolos que enarbolaron muchos -y aún hoy- sobre la base de otro depósito de nuestra carga genética: la capacidad de ejercer la violencia. Si ello es así, resultaría interesante preguntarse qué mecanismos operan en la confianza desde el punto de vista evolutivo, y cómo esta cuestión implica uno de los mayores desafíos en el mundo de hoy, frente a ingente cantidad de estímulos, información e interconexión que experimenta el ser humano en sociedad. ¿Cómo administrar nuestra vocación natural a la confianza, en tanto animales sociales? ¿Podía el homo-erectus confiar en su compañero durante la ejecución de una táctica para cazar? ¿Por qué no solemos cuestionar de entrada las enseñanzas de nuestros padres o protectores, aún en las actividades más simples de la cotidianidad?
En su libro Los Orígenes de la Virtud, Matt Ridley expresa que “la confianza es una forma de capital social tan vital como el dinero puede serlo como elemento de capital real”. Menciona que Lord Vinson, un empresario británico exitoso, se refiere a la confianza como uno de los 10 mandamientos para el éxito en los negocios: “confía en todos a menos que tengas alguna razón para no hacerlo. La confianza, como el dinero, se puede prestar (confío en ti porque confío en la persona que me dijo que confiara en ti), arriesgar, acumular o malgastar, con las debidas implicaciones. Paga dividendos en la moneda de más o menos confianza” (pp. 250). Por supuesto que se puede discutir acerca de los mecanismos racionales y emocionales que entran en juego en esta suerte de mercado o “subasta”, sin embargo, no parece haber duda que un componente medular en su ecuación lo ejercería la fe, entendida aquí como dar ese primer paso, salto o apuesta cuando no se tienen antecedentes acerca de ese otro para detonar la dinámica.
De acuerdo con el antropólogo Pablo Mondragón, la confianza podría entenderse de forma muy resumida como “una serie de mecanismos simbólicos de aceptación o negación de algo o alguien”. Parafraseando su acepción, consistiría en ese dispositivo innato anteriormente referido que promueve o limita la adhesión a nuestra esencia cooperativa o social, así como al reconocimiento de pertenecer a una tribu basado en principios de “ser digno”, sin importar que el propósito ulterior sea el de un grupo de voluntarios de la Cruz Roja en la actualidad o los ejércitos del imperio persa en su tiempo. El dispositivo funcionaría igual, indistinto de los fines. Otro aspecto curioso del cómo funciona la confianza lo experimentamos regularmente al subirnos a un elevador cuyos niveles de seguridad no conocemos, al consumir alimentos a un expendedor cuya cosecha y/o elaboración no supervisamos e incluso al relatar aspectos de nuestra intimidad a otro individuo, sobre la base justamente de la confianza que nos confiere entenderlo como familiar, amigo o reconocido. El punto en común de estos tres ejemplos es que escapará de nuestro control el resultado de la acción que emprendemos, por lo que no nos queda de otra más apostar en la gran arena de la confianza, basado en la probabilidad de ocurrencia de cada fenómeno según la evidencia disponible y también por un asunto meramente existencial de economía en la toma de decisiones.
¿Estamos ante una crisis de la confianza?
Tras toda esta revisión, en pleno siglo XXI nos encontramos en una coyuntura repleta de numerosos desafíos, que confrontan de plano “la llamada” original de nuestros genes y su ejercicio de la confianza ante ciertos avances inéditos, hechos insólitos o medidas deliberadas que encubren intereses particulares. La pandemia del Covid-19 y sus consecuencias, el surgimiento de la inteligencia artificial generativa y hasta la desclasificación de presunta vida extraterrestre ponen a prueba la confianza de multitudes en esas instituciones que por años han sido referentes. Entes gubernamentales, medios de comunicación e incluso universidades, por mencionar algunos, hoy generan distintos tipos de información que podrían estar minando la capacidad de las personas de creer en lo que ven. Las potenciales herramientas para falsear la realidad por parte de grupos de interés con el objetivo de ofrecer narraciones que se posicionen en el imaginario colectivo de sociedades altamente consumistas e inmediatistas como las que habitamos, traería consecuencias peligrosas en nuestros dispositivos y sistemas de creencias, en especial de aquellos menos inclinados hacia la duda y el cuestionamiento, haciendo que los relatos fantásticos o distópicos encontraran terreno fértil en nuestra realidad. Será acaso el reto del hombre de antaño, más cercano a la filosofía que a la ficción, el encontrar un antídoto a esta crisis de la confianza que se avecina, manteniendo vigente la Alegoría de la Caverna platónico y transformándose en ese primer homo-erectus que dio el salto de fe, contra todo pronóstico, por la supervivencia.
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