diciembre 22, 2024

De cómo Bukele se descarriló

El Salvador ha sido una tierra que ha experimentado múltiples matices de carácter económico y social luego de los acuerdos de paz del 16 de enero de 1992 en Chapultepec, México, que culminaron con 12 años de una denominada “guerra de baja intensidad”.

Esto supuso la entrada y permanencia de un bipartidismo político de ideologías distintas, como lo han sido el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de izquierda, y la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), de derecha.

La coexistencia de estos partidos en el ejercicio del poder en el país centroamericano ha provocado la reducción de índices importantes como la pobreza, la pobreza extrema o la desigualdad social. Sin embargo, no ha sido suficiente para reducir índices de igual o la alta tasa de criminalidad, de inseguridad y de casos de corrupción (principalmente de miembros de ambos partidos que han ejercido el poder).

En este contexto apareció Nayib Bukele, un joven empresario palestino, con una promesa presidencial que estuvo orientada en la reducción de la criminalidad y de la corrupción, junto con la transparencia en el uso de los recursos y la incorporación de las tecnologías como las redes sociales para hacer la política moderna y del futuro. Esto último lo catapultó como un como un candidato “milenial”.

Su propuesta escaló de tal manera en el interés de los salvadoreños –especialmente en los jóvenes– que le dieron su voto de confianza para asumir la presidencia durante el período 2019-2024, sin necesidad de requerir una segunda vuelta. Esto además significó el fin de un bipartidismo político que materializaba un avance lento en la economía, sumado en la corrupción y carente de legitimidad.

Desde sus inicios, la gestión de Bukele, quien antes de llegar al poder fue alcalde de dos veces, ha demostrado el especial interés de la reducción de la criminalidad, que permita reforzar el aparato económico del país; especialmente la reducción de la tasa de asesinatos diarias ha sido la más beneficiada por medio del “Plan Control Territorial” (compuesto por el aumento en la presencia de los cuerpos de seguridad del Estado en todo el territorio), donde se han llegado a reportar días con una tasa de 0 asesinatos.

A pesar de los evidentes avances, la necesidad de la construcción o reconstrucción de una nación debe ir siempre de la mano del sometimiento al imperio de la legalidad, como elemento clave de todo Estado de Derecho. Por lo que imponer una política nunca deberá obstruir el ejercicio de la democracia de una nación bajo ningún concepto, pues comportaría un desequilibrio del uso del poder.

Es ahí donde empezaron los problemas de Bukele.

La toma del Congreso

El primer mandatario salvadoreño instó en febrerode 2020 a través de Twitter a los miembros del Congreso (de mayoría opositora) a aprobar en una sesión extraordinaria un presupuesto que permitiría una nueva fase del “Plan Control Territorial”. Cuando encontró una respuesta negativa, irrumpió en las instalaciones del órgano legislativo acompañado de un exacerbado número de miembros de los cuerpos de seguridad que incluía francotiradores, dándoles el plazo de una semana para que lo aprobaran.

Las imágenes de militares tomando el Congreso por órdenes de Bukele le dieron la vuelta al mundo. Foto: Artículo 66

La escena ocasionó el primer peldaño al desequilibrio del uso del poder en el Estado de Derecho de El Salvador por parte de Bukele, además de comportar un intento forzado de aniquilar el principio de separación de poderes, al imponer la autorización de un presupuesto bajo la premisa de ser “de orden constitucional”.

La actuación de Bukele puso bajo su concepción el manifiesto de Maquiavelo con aquella famosa expresión: “el fin justifica los medios”. Sin embargo, vale la pena preguntarse: ¿Qué tan saludable es para un país que su democracia pueda ser atropellada por el ejercicio de otro poder que aparenta ser beneficioso? ¿Acaso la consideración o importancia de una política puede vulnerar el orden constitucional?

La imposición de Bukele frente al Congreso lo colocó en la palestra como un político cuyos caprichos deben ser cumplidos con independencia de la existencia de otros poderes con la misma supremacía. Esto da a entender que bajo su concepción, sus decisiones superan la individualidad intelectual y decisoria de otros que detentan la misma importancia política y jurídica.

Arbitrariedades en medio de la pandemia

El segundo peldaño al desequilibrio del uso del poder ocurrió luego de que anunciara en Twitter los decretos presidenciales sobre la cuarentena en torno al COVID-19, cuyo contenido fue revisado por parte de la Corte Suprema de Justica en Sala de lo Constitucional. En concreto, el órgano jurisdiccional declaró de forma unánime que el decreto no puede establecer la detención de personas o la confiscación de automóviles por violentar la cuarentena. La Sala afirmó que tales órdenes debían de pasar por el Poder Legislativo, dado la susceptibilidad de los derechos a la libertad personal y la posesión que se veían afectados.

Pero un Bukele asumido en el poder, que se ha crecido con el aumento del apoyo por parte de la población, decidió desacatar tal decisión bajo la premisa: “Así como no acataría una resolución que me ordene matar salvadoreños, tampoco puedo acatar una resolución que me ordena dejarlos morir».

En esta circunstancia, Bukele, a pesar de la aplicación del “check and balance” (mecanismo jurídico donde un poder controla la actuación de otro poder), mantuvo sus aspiraciones y ansias frente al orden constitucional.

Esto hace surgir la preocupación sobre lo que el mismo Bukele ha afirmado desde su campaña, que como joven, las ansias por obtener lo que se quiere hace buscar todo más rápido. ¿Acaso la realidad política y jurídica puede ser sacrificada por tales ansias? Es claro que no: que la preeminencia de un Estado de Derecho nunca debe ser sacrificado.

Bukele en la lupa de organizaciones de derechos humanos

El tercer y último peldaño que consolida las preocupaciones sobre la contravención a todo Estado de Derecho, fue con la publicación de imágenes sobre las nuevas medidas de seguridad que serían tomados en los recintos carcelarios. En ellas se muestran decenas de presos de bandas rivales (maras y barrio 18) sentados en fila en el suelo y esposados, casi pegados unos sobre otros, mientras sólo algunos de ellos usan cubrebocas.

Las medidas de Bukele contras pandillas de El Salvador han sido rechazadas por organizaciones de derechos humanos. Foto: El Heraldo

Esta decisión fue tomada como consecuencia del aumento exacerbado de muertes en el Estado, el fin de semana antes de tomar la medida. En esta circunstancia claramente se vulnera la preeminencia de los derechos humanos (último elemento del Estado de Derecho), tomando en cuenta la necesidad de tomar medidas de aislamiento que resguarden la salud e integridad de los privados en el marco de la pandemia por el COVID-19.

Bukele de esta manera asumió nuevamente una conducta autoritaria, en el irrespeto de los derechos humanos y el uso desproporcional de la fuerza, creando en El Salvador una bomba de tiempo social que podría ser el artífice para la violación de otros derechos de la misma índole, así como del colapso institucional que se ha venido manifestando en los últimos meses.

Organismo de derechos humanos internacionales, como la CIDH y Amnistía Internacional, mostraron preocupación ante estas decisiones del presidente salvadoreño. El acelerado y desenfrenado modo de hacer política de Bukele ha sido beneficioso para el país en algunos aspectos, logrando reducir índices negativos importantes en muy poco tiempo; pero a la par, ha sacrificado valores fundamentales: el más importante es la preeminencia de un Estado de Derecho, que retrocede ante situaciones donde se ve radicalizado el uso de su poder de una manera alarmante.

Aunque quizás es más preocupante aún que lejos de alarmar a la ciudadanía en general, ha logrado aumentar su apoyo popular bajo la percepción de “poner mano dura a la corrupción y a la delincuencia”.

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Equipo Hilos de América

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