A parte de mi vida como futbolista –y dentro de poco como entrenador–, había comenzado a tomarme en serio la gran pasión de mi vida: la literatura. Estaba saliendo de mi habitación para conocer la movida literaria del país. Me creé, entonces, un blog de fútbol venezolano. Quería cruzar mis intereses literarios con los futbolísticos, así como plasmar las cosas que iba aprendiendo como entrenador-analista: como alguien que se prepara para observar, pensar, cuestionarse y sentir el fútbol con mayores distinciones.
Publicar, para mí, siempre ha ido de la mano con la expectativa de ser leído. Escribir como disciplina tiene sentido en tanto es una manera de conectarme con el mundo y con otras personas. Twitter recién estaba empezando y nunca fui amigo de Facebook. Las redes sociales desde siempre me han generado algo de rechazo. ¿Cómo lograr que mi blog lo conociera alguien más allá de mi mamá y mi hermana? Usé diferentes foros para compartir mis publicaciones. Así comencé a tejer una comunidad de lectores.
Lo admito: dejaba el link y ya. Mi expectativa era que leyeran mis escritos y luego sí pudiéramos conversar en la sección de comentarios de mi blog. Pasó lo inevitable: aparecieron unos pocos hater. No solo una persona que se dedicaba a criticarme, sino alguien –quizá la misma– que se dio a la tarea de parodiarme. ¿Me gustaba esto? Por supuesto que no, pero tampoco le di importancia.
Lo que atrapó mi atención fue revisar las estadísticas del blog. Por lo general, luego de dedicar al menos una hora, amén de la lentitud de mi Internet y de mi computadora, a publicitar mis escritos, lograba entre 50 y 200 visitas. Gracias a la persona que me parodiaba, gracias a la otra que me criticaba, el promedio subió a mil. Me era más rentable que otro se dedicara a burlarse de mí en uno solo de los foros, que emplear una hora en visitar dos docenas de espacios distintos en la web. Mis hater se habían convertido en mis aliados.
Recibo con agradecimiento a cada persona que invierte su tiempo en leerme. Hay demasiada genialidad en el mundo como para desperdiciar tiempo en algo que no nos gusta. Me voy a morir sin consumir una infinidad de libros, películas, series y canciones que o bien podrían cambiarme la vida o al menos sí enriquecerla. ¿Por qué habría de dedicar un segundo si quiera en leer un post de cualquier red social que no crea que va a resultarme tan relevante como la pila de libros sin abrir que están en mi cuarto? Entendiendo eso, que alguien se tome el tiempo de leerme y luego de comentar lo que escribí me resulta fascinante. Así lo haga para criticar mi trabajo.
No voy a entrar en la discusión, un tanto macabra, sobre si existe o no la mala publicidad. Me interesa que mi trabajo sea bien ponderado. Ser reconocido y famoso son dos cosas distintas, aunque se puede ser ambas. Lo que me parece incuestionable es que la fama –por los motivos que sean– se puede traducir en poder: dinero, exposición a tus ideas y una por lo general relativa capacidad de influir.
Me desconcierta la cantidad de personas que emplea tanto tiempo y energía en darle poder a lo que dicen repudiar. Lo comenté hace tiempo en Twitter: a mí, como a todo el mundo, hay cosas que me gustan y cosas que no. Lo que no termino de entender es el orgullo con el que muchos proclaman en redes lo que no les gusta. ¿Qué se sentirá tener más pasión por lo que desprecias que por lo que te agrada?
Tengo la percepción de que basta un comentario polémico para impulsar a muchas personas a consumir algo; mientras que hacen falta muchas buenas recomendaciones para generar el mismo efecto. Lo puedo corroborar desde mi experiencia. He procurado construir una especie de refugio en el que suelo enterarme principalmente de las cosas que me interesan y me apasionan. Me ha pasado, en ciertas reuniones, que mis amigos hablan de personas que tienen millones de seguidores en redes y yo ni idea de quiénes son. Buena parte de, por ejemplo, las canciones “lamentables” y “detestables” que se han publicado las he conocido gracias a las críticas públicas de personas cuyo gusto respeto. La primera canción de trap que escuché me la puso alguien que decía repudiar el género.
Me entristece que esa persona haya sentido mayor interés en mostrarme en eso, que en contarme otra de sus anécdotas curiosas sobre Gustavo Cerati.
Pero hay un punto en el que esta actitud me hace pasar de la tristeza y el asombro a la preocupación y –sí– la rabia. Cuando se le da poder a la estupidez.
De esto saben algunos políticos. Digo una barbaridad, la prensa pasa días hablando de mí declaración –en vez de las coherentes o mesuradas ideas de mi adversario–, consigo más espacio publicitario en medios que me buscan para interpelarme por lo que dije, comienzo a deslizar otras ideas: me ahorro un montón de dinero en marketing. Luego, las personas no enteradas en profundidad sobre el tema –que siempre multiplican por decenas a las que sí lo están– acaban pensando más en mí y, por ende, me resulta más fácil ganar simpatizantes. O que, al menos, muchos voten o crean o den importancia al que más conocen: a mí.
Vivimos en una época en la que nos estamos replanteando muchos conceptos, diluyendo algunos prejuicios y construyendo nuevos relatos. En el proceso, hay dos extremos que se me antojan igual de dañinos. El de pretender censurar cada cosa y construir un mundo aséptico en el que todos piensen igual; y el de darle tanta tribuna a ideas estúpidas, emitidas por personas que se regodean en su ignorancia y que acaso solo logran conectarse con otros pocos que piensan igual gracias a que miles de los que los repudian le dieron el poder de la fama.
Cuando usted ve una cuenta que distribuye pornografía infantil en redes, y la comenta, le hace capture, le grita a su comunidad que qué horrible el mundo y que eso es inadmisible, en vez de dedicarse en silencio a denunciarla, lo que logra es que decenas de pedófilos se conecten entre sí y puedan aumentar sus redes de contacto e influencia. Es decir, usted está colaborando con ellos.
No creo que haya un ejemplo más contundente.
Conviene pensar no solo en qué dedicamos nuestro tiempo, a qué le dedicamos nuestros pensamientos y nuestra energía, sino qué es lo que compartimos. Algunos de los lectores más recurrentes, gente que tiene ya años pendiente de lo que publico, los conseguí gracias al ruido que hicieron quienes se dedicaron a trolearme en aquél foro. Desde entonces, las pocas veces que me he cruzado con un hater, solo me encojo de hombros y le doy las gracias. Desde entonces, veo con preocupación, fastidio y rabia como gente con tantas cosas chéveres para compartir decide hacer famosas a las ideas que desprecia. Y desde entonces, pienso que la mejor forma de vivir es honrando la frase que escuché en el episodio XVIII de Star Wars: “No destruyas lo que odias, salva lo que amas”.
Un comentario en «Darle poder a lo que repudias»
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