Ese día estábamos las tres. Dos de mis hermanas, la mayor, la de ojitos verdes y yo. Habíamos salido a hacer unas diligencias, entre otras cosas, para poner al día los documentos de la casa de nuestra madre. Tarea que nos parecía tediosa, deprimente, de esas que uno deja para después y luego se arrepiente mil veces de no haberlas hecho a tiempo. Si bien debería ser lo normal en una familia donde se tienen algunas propiedades, para nosotras era cosa de locos, como si fuera un asunto de mala suerte. Algo que incrementaba nuestra desdicha.
Estábamos cansadas, pero dispuestas. Ninguna de las tres expresaba lo que sentía, nos dejábamos llevar. Ojitos verdes iba adelante, yo en el medio. Mayor refunfuñaba:
—Chamas, van muy rápido, ¡estoy cansada! Vamos a tomarnos un café y a recargar las pilas que aún falta mucho por hacer —decía, con ese temperamento de líder que siempre tuvo y que todos aceptábamos sin dudar.
Ojitos verdes me miró y dijo:
—La verdad es que hace falta un café, pero a ver si en esta ciudad aún existe alguna cafetería decente. ¡Bueno, pero no tengo dinero!
Pensé que Mayor había gastado demasiado dinero en la familia y dije:
—Les brindo el café, y así también aprovechamos de revisar la lista para ver qué nos falta por hacer.
Hacía mucho tiempo que no recorría esas calles. A pocos metros de nosotras, vi un hombre que llamó mi atención: portaba un sombrero bombín que me causó mucha gracia. Alcancé a preguntarle:
—¿Habrá alguna cafetería cerca de aquí?
El hombre me vio de reojo, arrugó la nariz y levantó el labio superior como si le causara desagrado. No me respondió, me dio la espalda y se alejó. Su actitud me produjo cierta inquietud.
—¿Y a ese tipo qué bicho le picó? ¡Qué ridículo se ve con ese sombrero, ni que fuera Charles Chaplin! —dijo Mayor, y todas reímos. Luego continuó—: Recuerdo un lugar por aquí donde me tomé un café más o menos bueno cuando vine con Mamy, hace como un año.
Siempre sucedía cuando me reunía con mis hermanas. No parábamos de hablar y nunca parecíamos ponernos al día. Nuestras conversaciones eran acaloradas, todas elevábamos la voz y hablábamos al mismo tiempo. Muchas veces peleábamos, y luego nos volvíamos a contentar. Incluso podíamos pasar de conflictos casi irresolubles a carcajadas estruendosas. Pero ese día fue distinto. Ojitos verdes estaba muy calmada y Mayor no había fumado tanto. Un pesar se confundía con el sentimiento de fastidio de tener que hacer esas diligencias.
Una sensación un tanto extraña me invadía. Siempre me sentí muy cómoda y segura con mis hermanas. Sin embargo, el entorno me producía una cierta incomodidad. Era como si nunca hubiese estado en ese lugar o peor aún, como si no hubiese existido. No lo reconocía y a la vez me era muy familiar. ¿Me fallaba la memoria o estaba trasnochada? Tampoco estaba segura de ver a Mamy ese día. «Quizás nuestra madre nos alcanzaría para tomarnos un guayoyito», imaginé.
Seguimos caminando en búsqueda del café. Mayor encendió un cigarrillo y se atrasó. Observé que la calle ascendía y estaba muy sucia. Hacía mucho calor, había llovido y aún la tierra estaba húmeda. Los carros habían dejado sus huellas en el barro. Promontorios de tierra y lodo cubrían las aceras, se nos ensuciaban los zapatos y se dificultaba nuestra caminata.
De repente, empezó a aparecer gente que no había visto unos instantes antes. Todos caminaban muy rápido, como si estuvieran apurados o huyendo de algo. Nadie hablaba. Y a nadie parecía importarle el barro. Volví a ver al hombre del sombrero bombín parado en una esquina. Su cuerpo denotaba cierta rigidez, se mordía el labio inferior y si no hubiese tenido puesto ese ridículo sombrero, hubiese apostado que le vería el ceño fruncido. Le pasamos al lado y se nos quedó mirando. Esta vez, me pareció que su mirada era distinta, de asombro o intriga. «¿Serán vainas mías?», pensé.
Ojitos verdes seguía llevando la delantera. Se volteó y dijo:
—¡Manitas, apúrense que no me gusta este gentío amontonado! Recuerden que aún está la amenaza del virus y esta situación me está poniendo nerviosa.
Me llevé las manos a la cara y me di cuenta de que no llevaba puesto el tapabocas. Bueno, en realidad nadie lo tenía puesto, ni siquiera el hombre del sombrero. No recordaba en qué momento habían flexibilizado la medida obligatoria de usar el tapabocas, aunque el virus seguía haciendo estragos. Pensé que toda esta situación era muy rara, dos años el virus cambiando la vida, los sentimientos, las costumbres y hasta la moda. Tapabocas, sombrero, zapatos sucios, barro. ¡Caramba, un torbellino de pensamientos a mil por segundo mientras la gente corría como loca alrededor!
Sin darme cuenta, agilicé el ritmo. La calle se empinaba y no se veía bien el horizonte. Estaba cayendo el sol. Y entonces, la vi. A unas dos cuadras más arriba estaba nuestra madre. Se volteó y nos miró. Allí estaba ella con su gran sonrisa y su mirada bondadosa. Sentí un amor infinito. ¡Qué feliz me sentí! Estaba muy linda, con su cabello corto teñido de amarillo cenizo, bien peinado. Vestía una camisa verde limón, jeans y los zapatos deportivos que Mayor le regaló. Impecables aquellos zapatos, como si fueran inmunes al barro. Estaba de pie, sosteniendo una bicicleta. «¿Quién se gasta una madre así?» pensé.
—Mamy, ¿qué pasó, te cansaste por la subida y te bajaste de la bicicleta? ¡Espéranos! —le grité. No pronunció palabra, pero se quedó quieta. En eso, el hombre del bombíny otras personas nos pasaron casi corriendo. Todo esto me parecía surrealista. Mi madre sosteniendo una bicicleta, esperando muy tranquila, mientras alrededor todo era un caos. Sentí que debíamos salir de aquel lugar. Aceleré el paso para tratar de alcanzar a Mamy. Pasé al lado de Ojitos verdes y le dije:
—¡Chama, es mejor que nos apuremos, algo malo está pasando y Mamy está esperando con la bicicleta! ¿La viste? Tú que conoces mejor el lugar, ¿habrá una línea de taxi por aquí cerca?
—Si, claro que la vi. ¡Ay y yo que muero por ese café! Conozco una línea de taxi doblando la esquina. ¡Mayor, apaga ese cigarro y apúrate, meja! Esta gente corriendo no me gusta nada —gritó Ojitos verdes.
Mayor con su parsimonia de fumadora respondió:
—Chamas, no me apuren que me duelen mucho los pies y no puedo correr —y con tono burlón me dijo—: ¡Pregúntale a tu novio el del sombrero qué es lo que está pasando y a ver si nos brinda el café! Allá va y está alcanzando a Mamy. —Todas reímos. «Mayor y su sentido del humor negro».
Vi cómo el hombre del sombrero pasó al lado de Mamy. Se detuvo y me pareció que le dijo algo.
—¡Ah puej! ¿De dónde sacaste esa bici y cómo llegaste hasta allí, Mamy? ¿Qué te dice ese tipo? —le grité. Pero no me respondió.
Qué extraño, en realidad no sabría decir si Bombín le hablaba a nuestra madre o si solo gesticulaba. Hacía señas con las manos y de vez en cuando se volteaba y nos señalaba. ¿Será que le estaba advirtiendo algo? Entonces mi madre asintió con la cabeza y el hombre se llevó la mano al ala del sombrero, como haciendo un gesto de despedida respetuoso, y se alejó.
—¿Será que Mamy se levantó al bicho del sombrero? ¿Lo vieron cómo hablaba con Mamy? —dijo Mayor riendo.
—Mayor, apura el paso que Mamy no parece esperarnos. Algo pasa y tampoco veo ningún taxi. ¡Deja la jodedera y corre! —rezongó Ojitos verdes.
En eso, Mamy volteó, extendió la mano e hizo un movimiento con los dedos, como invitándonos a acercarnos, no dejaba de sonreírnos y transmitía una paz que no concordaba con la situación. Apuré aún más el paso, pero a medida que avanzaba volvía a abrirse una brecha entre las dos. Mis hermanas me seguían de cerca, sin embargo, no era mucho lo que lográbamos avanzar. Las tres jadeábamos y nos resbalábamos en el lodo.
Entonces, nuestra madre nos hizo señas de adiós y empezó a andar, sin soltar la bicicleta.
—¿Mamy qué es lo que está pasando?, ¡espéranos! —grité con todas mis fuerzas al ver que Mamy estaba acelerando el paso y que volteaba de vez en cuando haciendo señas para que la siguiéramos. Lo más desconcertante era que seguía sosteniendo la bicicleta en silencio, como si le costara hablar.
Desde ese momento todo se volvió un lío de gente corriendo. Yo corría, Ojitos verdes me seguía el paso y Mayor se quedó atrás. La subida me cansaba las piernas, pero yo quería llegar hasta donde estaba nuestra madre. Gritaba desesperada:
—¡Corran, apúrense que Mamy se está perdiendo de vista!
—Mamy, espéranos! —gritábamos las tres. Pero nuestra madre parecía estar en mejor forma que nosotras e iba más rápido. No soltaba la bicicleta y seguía con los pies más ligeros que nunca. Sus deportivos parecían tener alas. En algún momento me pareció que se iba a elevar como E.T., el extraterrestre de la película de Steven Spielberg, una de sus preferidas. Mi desesperación por alcanzarla me cansaba aún más. Mis hermanas gritaban y gemían. Una polvareda se levantó con el paso de la multitud. Me pareció ver a Mamy subirse a la bicicleta. ¿Serían impresiones mías o la vi volar? Una especie de bruma y polvo nubló mis ojos y como por arte de magia, Mamy desapareció.
—¡Mamy, Mamy, Mamy!
Lloramos las tres.
Este cuento fue originalmente presentado en uno de los talleres de narrativa de Fedosy Santaella. Posteriormente ha sido revisado por la autora.