Transcurría el invierno de 1865 cuando el Congreso de los Estados Unidos decidió favorecer la 13era enmienda de la Constitución, que por entonces abolía de manera oficial la esclavitud. Dos años antes, el presidente Abraham Lincoln emitía una proclamación de emancipación, con efectos inmediatos en los estados confederados, marcando un hito en el camino hacia la igualdad de derechos. Más atrás aún, países europeos como Dinamarca, Gran Bretaña y Francia habían dado pasos en contra de la dominación del hombre por el hombre, a los que se fueron sumando, por otras causas y contextos, naciones latinoamericanas como Chile (1823) y Venezuela (1854), desafiando en cada uno de ellos modelos de sociedad hasta entonces enraizados en procesos históricos, económicos y sociales.
Los mencionados esfuerzos en contra de la esclavitud, a veces por motivos estratégicos y otras por un asunto de convicciones entre sus abanderados -cuando no ambas-, si bien han supuesto un avance para la humanidad al ganar espacios para el imperio de la igualdad ante la ley, parecen no ser suficientes en aras de su reducción significativa, mucho menos para su erradicación, al estar dicho impulso anclado en la corteza más utilitarista del ser humano. En esta tesitura, el auge de la llamada era tecnológica, en el que las formas de engaño, persuasión y desinformación están a la orden de una pantalla, donde recientemente grupos de trabajadores de Bangladesh pertenecientes a empresas occidentales se alzan en protesta por ostentar salarios que imposibilitan cualquier atisbo de dignidad o allá donde proliferan las clásicas formas de crimen organizado, mostrando costuras de los vínculos cada vez más notorios con la institucionalidad de los países, cabría preguntarse: ¿estamos ante un apogeo de la esclavitud moderna en el mundo?
Hoy, la llamada esclavitud moderna no sólo es un fenómeno presente en nuestra realidad cotidiana, sino que sus sórdidas manifestaciones se extienden a través de las actividades menos pensadas a las que, ingenuamente, podemos acudir.
En este escenario emerge el largometraje Sonido de Libertad, dirigido por el cineasta mexicano Alejandro Gómez Monteverde bajo el sello de la compañía Angel Studios, el cual relata parte de las historias de vida del agente Timothy Ballard durante sus operaciones de rescate de niños y desmantelamiento de redes de trata y tráfico de menores, especialmente en Colombia, primero como agente de Seguridad Nacional de Estados Unidos, y luego desde 2013 a través de su propia organización denominada Operation Underground Railroad (OUR). El film, más allá de la polémica alrededor de sus promotores, busca posicionar en la opinión pública un tema que suele concentrar poca atención desde las esferas políticas y económicas, retratando la cruenta realidad que afrontan víctimas y familiares en cada una de las etapas de la cadena delictiva de la trata de personas, enfilando argumentos en contra de ciertas esferas del stablishment global que, actuando desde el anonimato y presuntamente oculto desde los distintos estratos de poder, no sólo sería indiferente a este tipo de dramas humanos, sino que incluso los promovería a tratarse de negocios altamente lucrativos. En efecto, tal y como señala la película, la “comercialización” de menores alcanza niveles insospechados en la actualidad, como lo reflejan distintas organizaciones internacionales como la ONU, UNICEF y Freedom United, por mencionar algunas. En Chile, la Pontificia Universidad Católica ha desarrollado algunas investigaciones que evidencian la progresión del fenómeno, mientras que en Venezuela, la Asociación Civil Paz Activa produjo un estudio que caracterizó las formas de esclavitud moderna, revisando aspectos institucionales y los mecanismos subyacentes al delito, en la ya delicada realidad del territorio, por citar algunos.
Volviendo al film, uno de los aciertos que resulta casi indiscutible en Sonido de Libertad se refleja en la manera de presentar los dispositivos de captación y secuestro de los niños, los cuales se fundamentan en estas ofertas engañosas que prometen una ruta hacia el éxito, aprovechándose de las condiciones de vulnerabilidad en las familias de las víctimas, explotando sus necesidades no sólo económicas sino socioemocionales, en un entorno cotidiano adverso y precario para estas personas en la mayoría de los casos.
Estas redes de trata y tráfico de niños, según argumenta la película, están transversalizadas no sólo por los rostros más visibles de la pedofilia y el crimen organizado convencional, sino que también estarían amparadas, de una forma u otra, por aquellos elementos de poder a distinta escala, por lo general invisibles. Personajes públicos en altos estadios del mapa geopolítico actual han sido mirados con sospecha por conductas lesivas contra menores en eventos abiertos, gatillando una serie de especulaciones nunca vistas, a las que habría que sumar, además, las presunciones de pedofilia dentro de la propia Iglesia Católica, de lo cual la película, es oportuno decir, pasa de largo en señalar. El metraje de Monteverde apunta también a profesionales de la informática e ingeniería tecnológica en general, como el individuo capturado en los primeros compases de la cinta, que fungen como facilitadores en proceso de compra-venta de los menores, así como a figuras del mundo del modelaje, que se aprovechan de su reputación y estilismo para seducir a sus víctimas bajo la promesa de aquellos grandes beneficios.
Otro punto a favor de la narrativa de Sonido de Libertad es su logro al reseñar el agónico drama de la trata de personas a través de las desgarradoras historias de dos niños centroamericanos sin recurrir a secuencias evidentes que expongan los abusos por parte de los perpetradores. El largometraje se toma su tiempo para castigar la mirada impotente del espectador, transitando desde episodios lentos que dejan a la imaginación las atrocidades sufridas durante y después de suscitado el crimen, hasta momentos donde la iconografía más hollywoodense se apropia para ofrecer una adaptación que contenga una mínima dosis de redención al protagonista y sus rescates.
En este camino, por cierto, la cinta no duda en posicionar su componente más espiritual y conservador, confrontándolo con la manifiesta decadencia del hombre apartado de toda razón y fe, como una especie de Caín y Abel contemporáneo, punzando en el imaginario de una sociedad cada vez más tendiente a lo frívolo, reactivo y nihilista como marcadores de los tiempos. Secuencias como la entrega del collar por parte del niño Miguel hacia Tim Ballard (con su nombre en él), o el llamamiento de éste al sostener que “los niños de Dios no están en venta” representan las bases sobre las que busca sostenerse la historia, a contracorriente de, como diría Hannah Arendt, la banalidad del mal extendida. Incluso el informante cuyo pseudónimo es “Vampiro”, persigue algún tipo de redención más religiosa. Esta suerte de “antihéroe”, que juega un papel determinante en la búsqueda de la niña Rocío en el contexto de la cinta, simboliza el intento de retorno de un hombre desde el abismo para la expiación de sus pecados.
Por estos y otros aspectos sobre los que busca movilizar consciencias, Sonido de Libertad cobra valor en medio de las horas más bajas del cine de alto vuelo en Hollywood, ahogado en sus pretensiones de corrección política y cada vez más desconectado de las cruzadas que experimenta el ser humano común lejos de la opulencia y el placer. Y más allá de la controversia que rodea a sus orquestadores, como las creencias y afinidades detrás de Jim Caviezel, Mel Gibson, Eduardo Verástegui o el propio Alejandro Monteverde, ni hablar de las acusaciones en contra de Tim Ballard por presuntos abusos contra personas durante las operaciones de su organización en Colombia y otros países, lo que no puede ignorarse es su convocatoria a conocer y comprender los vicios que se escoden tras nuestra aparente realidad, en la cual operan no sólo mercenarios de escasa monta sino, más grave aún, potenciales figuras de prestigio nacional e internacional tras estas redes de trata y tráfico de niños, un llamado a no ser indiferentes ante las voces de todos aquellos que sucumben frente al poder de la fuerza, la ideología o la política resignando su dignidad, un sismo a la consciencia en nombre de la libertad.