En el puesto fronterizo dos mujeres se cruzan. La que entra, joven e inmigrante, ha perdido sus huellas dactilares tras manipular numerosos químicos en el ejercicio de su profesión. Los funcionarios se esmeran en verificar si tiene antecedentes penales, es común que los criminales peligrosos desaparezcan sus huellas con ácido. La que sale, una anciana, desciende de inmigrantes llegados en barco tres generaciones atrás. Los años de vida han borrado sus huellas. Los funcionarios la despiden con gentileza, deseándole suerte en el lugar de días soleados hacia donde se dirige. Tras su mirada nublada se oculta una lágrima. Es probable que nunca más vuelva a ver a sus nietos, huérfanos de madre. Es probable que el pusilánime de su hijo se case de nuevo, esta vez con una buena mujer desprovista de huellas dactilares. Lo único seguro es que nadie sospecha de una anciana caucásica que no dejó rastros en la escena del crimen. En el puesto fronterizo, la joven y la anciana se cruzan, y se saludan discretamente.
Sin huellas
