Foucault señala que en Las fenicias, Polinices le dice a su madre Yocasta que lo peor de ser un extranjero (un desterrado, en este caso), es no tener libertad de palabra. También en el Critón, por medio del diálogo de las Leyes, Sócrates le señala a su viejo amigo que pretende sacarlo furtivamente de la cárcel para no ser ejecutado, que él (Sócrates) yéndose a refugiar a Tesalia, no podrá más que contar sus aventuras y se verá impedido de volver a hacer sus razonamientos de justicia y otras virtudes. Si bien podemos considerar esta una visión radical de la extranjería, algo de verdad encuentro acá, por lo menos yo, personalmente. En mi extranjería me he cuidado yo de emitir opiniones públicas sobre la política del país adonde me he venido a vivir. Creo, disculpe si no está de acuerdo, pero para mí, como extranjero, es un gesto de respeto hacia las personas de esa nación que me ha recibido. Sobre todo, me cuido de hacer el papel de voz en el desierto que lo ha visto todo ya en su país y que está en la tierra que lo ha recibido lanzando improperios al aire (en las redes, por lo general) cuando ve que los acontecimientos andan por los mismos caminos que él ya conoció, y “ya sabemos cómo terminó todo eso”. Disculpe, no lo hago, y si comienza a molestarse con este texto, no lo siga leyendo y ya. Esta es mi opinión, mi manera de ver el tema “político” del extranjero.
El tiempo ha pasado, y la edad me ha puesto en un lado espiritual donde la furia tiene cada vez menos cabida. Es algo que ocurre de manera natural y me siento bien con ello. No necesito andar metido en X lanzando diatribas furibundas sobre el país donde ahora vivo ni tampoco sobre el mío. Tampoco necesito exhibirme en estos temas para obtener más seguidores y hacerme famoso. ¿Eso quiere decir que me he limitado al egoísmo de la vida privada y que no me preocupa la plaza pública de mi patria? Pues creo que el universo de lo político es más complejo que el de lanzar incordias por las redes. Y no, esta no es una salida fácil para justificar la indolencia. ¿Acaso es fácil el camino de la escritura? ¿Acaso es fácil dejar palabras en un libro? Sea o no sea leído por muchos, tus palabras están allí, expuestas a la mirada de tus lectores pero también de tus detractores, a la mirada de la admiración y a la mirada del odio. Pero más allá de esto, ¿acaso la poesía de Cadenas no hace política, no tiene que ver con los asuntos públicos de Venezuela? ¿Acaso cada libro de un venezolano que se da a conocer fuera del país, no contribuye a hacernos visibles, a mostrar nuestra literatura, nuestro talento, lo mejor de nosotros, no nos hace sonar acaso? ¿Es poco? ¿Aporta mucho más el vilipendio en las redes? Por favor, entiéndase: no ataco a quién hace política a su manera, sólo respondo a quienes, haciendo política a su manera, denigran de los que otros también intentan en sus posibilidades, con su dignidad.
También es fácil decir que uno es extranjero de todo o que no pertenece a ninguna parte, que uno es universal. Pero no soy Krishnamurti, sabio a quien admiro y que sí era de ninguna parte y de todas. Por estos lados menos elevados, más bien te das cuenta de que eres un escritor con una determinada nacionalidad, un escritor de un determinado país —más que nunca— viviendo en otro. En el mío se me conoce. En el mío tengo a mis lectores. En México soy relativamente nadie; escritores de mi edad y excelentes hay decenas. Acá el mercado editorial es enorme, y se ven librerías por doquier, de todo tipo; abundan ferias y más ferias de libros; en la redes se habla de literatura, de cultura y también en los periódicos, en la radio y la televisión. México tiene una vida autónoma, digamos, volcada sobre sí misma, tanto que en verdad abruma y que sientes como un muro inmenso. Además, paradójicamente, frente a ese vértigo del mercado, la literatura es un proceso muy lento, requiere tiempo, constancia y mucha terquedad para que sepan de ti, para que te lean.
Entonces, ¿dónde estoy en todo esto? Ni acá, ni allá. En el limbo. Y además, con cincuenta y tres años, en mi caso. Todo lo que hiciste, ¿dónde ha quedado? Te sigues diciendo que en Venezuela están tus lectores. Pero cómo llegar a ellos, cómo estar presente. Estás lejos, pero también sabemos de la crisis del país. Lo impagable de los libros, los duro que tienen que esforzarse las editoriales que quedan, la carencia de librerías. Las ferias, las pocas que permanecen o van renaciendo, hacen su intento también, y se les agradece profundamente.
Pero volvamos al tema de la edad. Ya son tiempos en los que comienzo a sentir la “separación”. El mundo ya no es el que conociste, el que viviste plenamente a los veinte o a los treinta. Es natural, a todos nos pasa. Vamos dejando de comprender la contemporaneidad, por más actualizados que estemos. Ante esa maraña confusa que se me ha vuelto el mundo puedo paralizarme, anularme, o volverme hacia mi interior, hacia el ser. Y creo que acá ya estamos llegando adonde quiero llegar. La narrativa, así lo siento, está abierta hacia el mundo e intenta explicarlo o vivenciarlo. La narrativa es una aventura del afuera que, por supuesto, nos modifica interiormente, cómo no. Pero para mí sí es un hecho de que está, digamos, directamente en contacto con las cosas del mundo, con el exterior, con todo su ruido, sus voces, sus formas cambiantes. En cambio, la poesía, así lo percibo, se vuelve hacia adentro y tiene un diálogo con el ser silencioso. Quizás por ello me he vuelto a la poesía en los últimos tiempos. Porque frente al caos del mundo, la poesía me da esa introspección que necesito. Estoy conmigo frente a una realidad cada vez más hostil, y soporto. No obstante, la paradoja: la poesía nos devuelve al exterior. Con la poesía el ser es en el mundo, y al volver al mundo, entonces la narrativa se hace de nuevo posible desde la poesía. Las historias que me han surgido de este proceso son diferentes y aún no han visto la luz en libros, pero están decantadas en un diálogo conmigo mismo, con mi edad, con mis transformaciones espirituales. Lo que surge de allí, de ese intercambio entre la poesía y la narrativa, se ha hecho con una mirada que no es precisamente la del escritor que se encuentra en la necesidad de la furia, de la denuncia o incluso de la fama o el hallazgo comercial. Sí, también esto podría ser la excusa fácil del que no ha tenido el éxito que esperaba. Puede ser, aunque honestamente, a estas alturas, no me quejo de la mediana, modesta fortuna que he tenido en mi carrera literaria: pude publicar a gusto en Venezuela, con regular constancia en España (ya voy para cuatro novelas allá) e incluso en México, con dos novelas juveniles que son de mi especial agrado, porque una va sobre Nikola Tesla y la otra sobre Leonora Carrington. Pero el tema es este: en el mirar hacia el ser con silencio y reverencia que me ha otorgado la poesía, he vuelto luego hacia la narrativa, y es otro el universo que se me ha abierto, mucho más emparentado con el ser reflexivo, con la melancolía —y quizás no tanto la nostalgia—, con la serenidad y con la mirada hacia los abismos (propios y ajenos) de una manera un poco más compasiva. ¿Sueno demasiado a señor Miyagi? Tampoco pretendo serlo, créanme. No soy un dechado de virtudes ni de paz interior, y precisamente por ello me ocupo de mí mismo con más atención en estos tiempos. No hablo, claro está, de una literatura de sanación, de autoayuda ni de nada por el estilo, hablo de los caminos que mi escritura y yo hemos tomado por fuera de modas, mercados, famas, tendencias y otros vericuetos y causas que hacen que alguien escriba libros de ficción, ensayo y poesía. Al final estamos solos, pero quizás debamos entender que, en estos de la escritura, estar solo es una bendición, algo deseable. Porque allí te buscas, porque desde allí produces lo que viene realmente de ti, y es luminoso, y es bueno.