La noche comenzaba a despertar, la montaña lucía los últimos resplandores del día y las luces de la calle se adueñaban de la sombra de los árboles. Llegué de caminar a mi perro, abrí la nevera, saqué una cerveza y me fui a la terraza a fumar. Al poco rato pude ver que, en el edificio de enfrente, un muchacho muy alterado discutía con una mujer.
Mi amigo Carlos vive en ese edifico, justo debajo del penthouse, y me contó que allí vivía una pareja con su hijo. El muchacho era un adicto, y ya había tenido varios incidentes de violencia. Fui a buscar otra cerveza. Al regresar, vi que el muchacho había sacado una pistola y amenazaba a la mujer. Manoteaba, caminaba en círculos por la sala; ella le extendía las manos buscando calmarlo, desesperada le pedía que guardara el arma.
Mi hermano mayor entró al mundo de las drogas con la misma naturalidad con que salió del vientre de mi madre. La adolescencia fue la puerta de entrada a ese infierno sin pailas que nos quemaba a todos en su violencia. Mi padre fue falleciendo día a día hasta que el cáncer lo liberó del sufrimiento. Para mi madre fue un camino más largo y empedrado, una muerte lenta, dolorosa, triste, que no tuvo tregua cuando Héctor entró a la cárcel y menos aún cuando lo mataron poco tiempo después.
Me vi de nuevo escondido bajo la mesa del comedor con mi perro, por más que tapaba mis oídos. Los gritos se abalanzaban sobre mi como dragones escupiendo fuego. Mamá y papá estaban afuera, tratando de calmarlo, una y otra vez; yo solo pedía que se fuera, que Héctor se fuera para siempre, que se llevara el miedo y nos devolviera la vida.
Salí de mi apartamento corriendo, bajé las escaleras, crucé la calle, toqué el intercomunicador de Carlos. Solo dije «soy yo» y me abrió la puerta. Mi intención era buscarlo, contarle lo que acababa de presenciar y ver qué podíamos hacer. Entré al ascensor y, sin meditarlo, sin mayor explicación digamos, marqué PH. Al llegar, salí al pasillo. Me acerqué a la puerta, no se escuchaba nada. Giré la manilla y se abrió. Al entrar, pude ver, en la sala, el cuerpo de la mujer tendido en el piso, ahogada en un charco de sangre; en una poltrona, al fondo, había un hombre canoso doblado sobre sus piernas bañadas de rojo; el muchacho estaba en el sofá cerca de la entrada. En la mesa de centro reposaba una pistola, unas pastillas blancas derramadas de una bolsa plástica y restos de marihuana. Me vio parado allí y no dijo nada, terminó de enrolar un porro y lo encendió.
Saqué mi celular para llamar a la policía, y entonces dijo: «Ya no me joden más estos viejos pajúos». Aspiró profundo y cerró los ojos. En ese momento salí de mi escondite debajo de la mesa, pude ver a mi madre tendida en el piso ahogada en el sufrimiento y mi padre rendido al dolor. Caminé hasta el sofá. Él me miró con ese garabato de sonrisa que la droga otorga. Le dije, «Es hora de que te vayas para siempre». Lo agarré por el pelo, tomé unas pastillas de la mesa, se las enterré en la garganta y le tapé la boca. Trató de defenderse, pero yo de inmediato sujeté el arma y el rencor apretó el gatillo. Su inconciencia se dibujó en la pared.
Todo pasó demasiado rápido. Estaba confundido, mareado, no sabía qué hacer, así que limpié la pistola con mi franela y se la puse en la mano. Salí de allí y bajé por las escaleras. Al llegar al apartamento de Carlos la puerta estaba abierta, entré y le grité que ya había llegado; me dijo desde el baño que ya salía y que en la nevera había cervezas. No podía pensar, la escena seguía pasando frente a mis ojos una y otra vez. La cabeza me iba a estallar, las manos me temblaban. Fui a la cocina, me lavé las manos y la cara, me sacudí la ropa, me serví un whisky, y otro, y otro. Me fui a la terraza a fumar.
—Épale, pana, ¿cómo andas? Tardaste en llegar. ¿Subiste por las escaleras? Déjate esa pendejada, el ascensor es gratis. Verga, estas pálido, ¿te sientes bien?
—No sé, creo que es la tensión o el colesterol o seguramente sea la falta de whisky. ¿Ana Julia está?
—No, fue donde su mamá. Déjame servirme un trago y te acompaño.
En ese momento recordé que iba a llamar a la policía y busqué mi teléfono, pero no lo tenía. Recordé la última vez que intenté usarlo. Fue justo antes de que…
Carlos regresó y le dije:
—Tenemos que ir a ver cómo está eso allá arriba. ¿No escuchaste el lío? Vi desde mi terraza que había una discusión, el muchacho tenía una pistola en la mano. Me pareció escuchar un disparo, ¿tú no has escuchado nada?
—No, pana. Pero tenía el aire acondicionado y la música. Esa gente siempre tiene peos. El carajito va a terminar matando a esos viejos.
—Deberíamos subir y ver que todo está bien.
—Eso pasa siempre, después de un rato se calma y se va.
—Yo no creo que siempre sea así. Voy a subir, estoy casi seguro de que escuche un disparo cuando venía subiendo. Si no pasa nada, está bien, pero no me puedo quedar aquí tranquilo.
—Bueno, dale. Subamos, tocamos el timbre y decimos cualquier vaina cuando salgan.
Subimos al PH. Al llegar la puerta estaba, tal como la había dejado, semi abierta. La empujé y le dije a Carlos que esperara. Entré, la escena seguía intacta: el cuerpo en el piso, el otro en la poltrona, el muchacho en el sofá con el tiro en la sien. La pistola seguía en su mano y mi teléfono en el piso. Lo agarré y lo metí en mi bolsillo. Un llanto de bilis se revolvió hasta mi garganta y me salí del apartamento. Carlos, al verme descompuesto, se apresuró a entrar. Al regresar me dijo: «Sabía que esta mierda iba a pasar, coño e’ su madre. ¿Estás bien?, voy a llamar a la policía»
EL NACIONAL, Caracas 20 de marzo de 2010
Fin de Semana Sangriento en Caracas
La noche del sábado fueron encontrados los cuerpos de tres personas en el edificio Zoé de la ciudad capital. El detective Gómez, de la Policía Científica, declaró que se habían encontrado los cadáveres de tres personas, dos de ellas presuntamente asesinadas y el cuerpo del presunto asesino, quien, al parecer, se quitó la vida después de cometer el crimen.