El cuerpo de la mujer es un laboratorio alquímico de la biología, o si prefiere de la naturaleza. Está sujeto a constantes cambios que lo golpean, que lo punzan, que lo doblan, mas no lo doblegan, sino todo lo contario: la mujer se hace fuerte en ese martirio, soportadora de dolores, guerrera. La muerte vaga abre con la biología del cuerpo de las hijas de Eco y Narciso, que, valga decir, tales hijas nunca en la mitología existieron.
Interesante inicio, sin duda: estas mujeres, no existen, son, digamos invisibles. Pero tienen un padre, Narciso, que representa el enamoramiento, no de un cuerpo, sino de una imagen, de una idealización de lo bello. La madre, por otro lado, es Eco, aquella que no tiene voz, o más bien, aquella que no hace más que repetir lo que otros le dictan. Es decir, la que no ha tenido discurso propio, que no ha podido expresarse, que no ha podido ser ella misma. Así, sus hijas, inexistentes, invisibles, son la prefiguración de imagen bella del cuerpo pero también un silencio o apenas un eco de palabras que otros le imponen.
En la segunda estrofa del poema, las hijas de Eco y Narciso nos dicen:
Perdemos la humedad
Vagando
De cuerpo en cuerpo
Desayunamos migajas
Para vomitar
El azúcar de los postres
Cuerpo del deseo, voz anulada, pérdida de la humedad, pérdida del cuerpo real, daño al propio cuerpo por medio de sacrificios dietéticos, mal contemporáneo y también de siempre. No obstante, la imagen idealizada, eso que otros buscan ver o imponer en nosotros, en ellas, no es más que un fantasma, un deseo decorativo que anhela una figura inmutable.
El cuerpo real, por su parte, está sometido a esa alquimia constante de la biología a la que he hecho referencia. El cuerpo es un territorio de climas despiadados. Leamos una parte de “Menarquia”:
En
la matriz
permean relámpagos
bestias enjauladas
se cuelan por la vejiga
lloran.
Las niñas
tiemblan de frío
aúllan
al descubrir huérfanas.
El cuerpo femenino, no es pues sólo un simulacro perfecto, algo así como una imagen hecha por inteligencia artificial; ese cuerpo se corta, se quema, sangra, puede ser mutilado, descuartizado, puede morir.
De allí que La muerte vaga de un salto brusco hacia la vejez y la cercanía de la muerte. Ya ese cuerpo, el de la mujer anciana, no puede albergar una mente. Es ahora más una cosa, un animal raro, como un canguro. Ese cuerpo alberga demencia senil, y su tránsito resulta, en esta parte del poemario, un portal, el lugar del tránsito a la muerte, que resulta la liberación final. Estamos ante el fin de la pena. Ese final, por supuesto, no deja de traer dolor a quienes quedan, y varios poemas así lo expresan. Esa es la otra “perspectiva” de la muerte, inevitable. Por un lado es liberación; por otro, la pena incontestable que altera los sentidos, que suspende el espíritu de la doliente sobre los árboles, que arde, que congela. Así dice el poema que lleva el título “Perspectivas”. Ese otro lugar de la pérdida no sólo es el del dolor de quien ha perdido a su abuela amada, sino que en esa muerte hay también sensaciones ambiguas: la pena arde con frío y calor, pero también aligera, eleva. De hecho, es silenciosa como una primera nevada, y en este sentido, cabe preguntarnos qué tan desagradable es el silencio, qué tan deplorable es la visión de una primera nevada. Ya aquí, por supuesto, las hijas de Eco han comenzado a hablar. Con la muerte ha hecho acto de presencia la palabra. Ya la hija de Eco no calla, ha entrado en el lenguaje, en la dificultad de expresar su mundo desde el lenguaje:
La vida vegetal es plácida,
se regula desde el cuerpo
en silencio.
La humana, en cambio,
está signada por la
dificultad de la palabra.
Así, en ese escape de la mudez histórica y en esa dificultad de la palabra, La muerte vaga encuentra su sentido. “Te nombré porque te vas”, se dice en algún momento. Así, el libro no pierde su norte de cuerpos femeninos ni de ausencias que pronto se recobran; tampoco deja el dolor pero al mismo tiempo celebra la muerte. No es de extrañar que México haga alguna aparición en un par de poemas. El día de los muertos, lo sabemos, festeja la vuelta sagrada, hermosa, de los familiares y seres queridos ya muertos.
Por supuesto, esto es posible bajo una creencia: que el alma que nos da vida se libera con la claudicación del cuerpo. Y es así que estos cuerpos de abuelas, de bisabuelas liberan en el respiro final algo aún más poderoso: una fuerza de alma absolutamente viva que no se va, que se queda, que se constituye en herencia en el cuerpo y en el espíritu de la voz femenina que por fin se rebela. Es decir, este libro, de cierta manera, se me antoja un lugar de posesiones.
A ese cuerpo femenino de la hija de Eco (ya con voz) que recorre este libro de poemas, lo posee la sangre, el cansancio, los embarazos, la leche de la lactancia, pero, sobre todo, también lo toman, lo habitan, fuerzas (no he dicho fantasmas, sino fuerzas, energías poderosas, benefactoras, ejemplares). Esos espíritus, así lo veo, le dan una voluntad muy poderosa a ese cuerpo femenino.
¿Qué hay entre el cuerpo y el alma? Quizás parte de ese hilo que une ambos universos en apariencia irreconciliables sea esa vida de la herencia espiritual que está en nosotros. La herencia espiritual nos forma, nos da individualidad, visión propia de vida, una moral, una ética. Esa herencia va tanto para hombres como para mujeres, pero creo, quizás en las mujeres es mucho más apreciable, íntima, mística y misteriosa. La muerte vaga lo hace claro.
Abuelas, bisabuelas, suegras y por supuesto hijas y nietas recorren desde la muerte cada palmo de este libro. Están vivas, más vivas que nunca. Quizás por eso la muerte acá es “vaga”, y entiendo vaga en el sentido de imprecisa, equívoca. Es decir, es vaga porque no es realmente una muerte absoluta. Recorre la casa, los rincones, y está formada, compuesta, constituida de mujeres poderosas que anteceden a la hija de Eco, a la mujer con voz propia que cuenta estas historias, que nos lega estos poemas. Y acá aprovecho para rendirle homenaje a la memoria de mi querida amiga y poeta Miriam Mirelles, que está viva, siempre viva en nosotros.
Así, estamos ante un texto biológico y al mismo tiempo, digamos, espiritista, donde la imposición social es vencida por la posesión, por la herencia. También estamos ante la voz de lírica que toma el cuerpo de una mujer que da la dura batalla que implica hacerse una voz, justamente, como mujer, como poeta, como madre, como heredera de esas otras almas poderosas que la habitan, que son aves dentro de un cuerpo, ramas de árboles inmensos. Porque no somos uno, somos multiplicidad. En La gruta venidera, de Elizabeth Schön, el alma se pregunta: “¿quién soy?, ¿quién es esta multitud que hierve en mí, como la espuma de un pozo intransitable?” Y luego, más adelante, la poeta (o el alma) responde: “Podría decir. Soy una multitud. Se me adhieren las ideas, los fervores y cuanto existe, sin poseer un centro único y mío. Cada pájaro, hoja, página que me ronda es un lago ignorado que marcha a la vida o se consume dentro de mí. El yo no es mío, se me disuelve al encontrarme”.
La muerte vaga es un homenaje a otros cuerpos que pasaron por este mundo, que batallaron contra su cambiante biología, contra el acallamiento y contra la imagen impuesta. No quisieron ser meros fantasmas, porque además no podían serlo. Fueron almas, espíritus poderosos, tutelares. Ellas están en este libro y todo aquel que sabe apreciar tamaño de herencia.