La vida humana suele estar acompañada de un carrusel de momentos disímiles entre sí. Según el país donde nos encontremos, las creencias que profesemos o el grado de consciencia que desarrollemos acerca de lo que ocurra a nuestro alrededor, habitamos procesos cognitivos y/o emocionales que vamos registrando progresivamente para adecuar nuestra conducta en el mundo. Así, esta ‘experiencia’, o suerte de cúmulo de acontecimientos vivenciados a través de los sentidos, va terraformando nuestra identidad en aras de alcanzar la supervivencia o un simple placer transitorio, siendo ambos metas constantes de nuestro cerebro.
Ahora bien, ¿qué significan ulteriormente estos momentos, episodios o sensaciones que experimentamos? ¿Podríamos decir que nos define un evento traumático o, por el contrario, uno de conquista y superación? Finalmente, ¿podemos darle algún cauce útil a esto?
Cuando publicó Moby Dick en 1851, Herman Melville procuró asegurarse que su experiencia como marinero e historias de naufragios sufridas en las carnes propias de balleneros de la época, fueran retratadas en su novela. También lo hicieron Bob Kane y Bill Finger cuando, inspirados por los relatos de “el zorro”, crearon el diseño y argumentación que sostendría la historia de Batman, una basada en la tragedia y el asesinato de dos padres como móvil de acción ‘heroica’ -por cierto, que el querido Bruno Díaz celebró su día recientemente en septiembre-. De la realidad a la ficción, ambas producciones culturales parecen reflejar una parte de cómo intentamos dar sentido a aquello que padecemos como resultado del infortunio, la decisión, el azar o la influencia de los tiempos. También aportan indicios de otro elemento subyacente: la transitoriedad de los hechos.
Para ahondar algo en este punto, citaremos a continuación el cuento “El Poema del Rey”, de autor anónimo, que ofrece luces acerca de un posible posicionamiento dentro de las fluctuaciones del cambiante espectro vital que nos corresponde sortear cada día:
Una vez, un rey de un país no muy lejano reunió a los sabios de su corte y les dijo:
– “He mandado hacer un precioso anillo con un diamante, con uno de los mejores orfebres de la zona. Quiero guardar, oculto dentro del anillo, algunas palabras que puedan ayudarme en los momentos difíciles. Un mensaje al que yo pueda acudir en momentos de desesperación total. Me gustaría que ese mensaje ayude en el futuro a mis herederos y a los hijos de mis herederos. Tiene que ser pequeño, de tal forma que quepa debajo del diamante de mi anillo”.
Todos aquellos que escucharon los deseos del rey, eran grandes sabios, eruditos que podían haber escrito grandes tratados… pero ¿pensar un mensaje que contuviera dos o tres palabras y que cupiera debajo de un diamante de un anillo? Muy difícil. Igualmente pensaron, y buscaron en sus libros de filosofía por muchas horas, sin encontrar nada en que ajustara a los deseos del poderoso rey.
El rey tenía muy próximo a él, un sirviente muy querido. Este hombre, que había sido también sirviente de su padre, y había cuidado de él cuando su madre había muerto, era tratado como la familia y gozaba del respeto de todos. El rey, por esos motivos, también lo consultó. Y éste le dijo:
– “No soy un sabio, ni un erudito, ni un académico, pero conozco el mensaje”.
– “¿Como lo sabes preguntó el rey?”.
– “Durante mi larga vida en Palacio, me he encontrado con todo tipo de gente, y en una oportunidad me encontré con un maestro. Era un invitado de tu padre, y yo estuve a su servicio. Cuando nos dejó, yo lo acompañe hasta la puerta para despedirlo y como gesto de agradecimiento me dio este mensaje”.
En ese momento el anciano escribió en un diminuto papel el mencionado mensaje. Lo dobló y se lo entregó al rey.
–“Pero no lo leas”, dijo. “Mantenlo guardado en el anillo. Ábrelo sólo cuando no encuentres salida en una situación”.
Ese momento no tardó en llegar, el país fue invadido y su reino se vio amenazado.
Estaba huyendo a caballo para salvar su vida, mientras sus enemigos lo perseguían. Estaba solo, y los perseguidores eran numerosos. En un momento, llegó a un lugar donde el camino se acababa, y frente a él había un precipicio y un profundo valle.
Caer por él, sería fatal. No podía volver atrás, porque el enemigo le cerraba el camino. Podía escuchar el trote de los caballos, las voces, la proximidad del enemigo.
Fue entonces cuando recordó lo del anillo. Sacó el papel, lo abrió y allí encontró un pequeño mensaje tremendamente valioso para el momento…
Simplemente decía “ESTO TAMBIÉN PASARÁ”.
En ese momento fue consciente que se cernía sobre él, un gran silencio.
Los enemigos que lo perseguían debían haberse perdido en el bosque, o debían haberse equivocado de camino. Pero lo cierto es que lo rodeó un inmenso silencio. Ya no se sentía el trotar de los caballos.
El rey se sintió profundamente agradecido al sirviente y al maestro desconocido. Esas palabras habían resultado milagrosas. Dobló el papel, volvió a guardarlo en el anillo, reunió nuevamente su ejército y reconquistó su reinado.
El día de la victoria, en la ciudad hubo una gran celebración con música y baile…y el rey se sentía muy orgulloso de sí mismo.
En ese momento, nuevamente el anciano estaba a su lado y le dijo:
– “Apreciado rey, ha llegado el momento de que leas nuevamente el mensaje del anillo”
– “¿Qué quieres decir?”, preguntó el rey. “Ahora estoy viviendo una situación de euforia y alegría, las personas celebran mi retorno, hemos vencido al enemigo”.
– “Escucha”, dijo el anciano. “Este mensaje no es solamente para situaciones desesperadas, también es para situaciones placenteras. No es sólo para cuando te sientes derrotado, también lo es para cuando te sientas victorioso. No es sólo para cuando eres el último, sino también para cuando eres el primero”.
El rey abrió el anillo y leyó el mensaje… “ESTO TAMBIÉN PASARÁ”
Y, nuevamente sintió la misma paz, el mismo silencio, en medio de la muchedumbre que celebraba y bailaba. Pero el orgullo, el ego había desaparecido. El rey pudo terminar de comprender el mensaje. Lo malo era tan transitorio como lo bueno.
Entonces el anciano le dijo:
– “Recuerda que todo pasa. Ningún acontecimiento ni ninguna emoción son permanentes. Como el día y la noche; hay momentos de alegría y momentos de tristeza. Acéptalos como parte de la dualidad de la naturaleza porque son la naturaleza misma de las cosas”.
Este célebre relato nos convoca a recordar la impermanencia de los sucesos que vivimos, donde muchas veces es nuestra propia mente la causante de maximizar la envergadura de eso que llamamos problemas. Si viajamos hasta la antigua Grecia, el pensamiento de los filósofos estoicos nos llama a practicar la prosoche, una especie de mindfulness que se fundamenta en el gobierno sobre las emociones, evitando ser arrastrado por las tempestades más allá de las murallas del pensamiento. En efecto, los señalamientos del cuento citado -más allá de que podamos pensar que el rey tuvo un poco de suerte al no ser detectado por el ejército enemigo y desde ahí resurgir cuan fénix por el rescate del reino- apunta a que examinemos la forma de posicionarnos frente a la adversidad o la fortuna, recordándolas a ambas como episódicas y no determinantes del mañana.
Dicho de otro modo, para quien escribe estas líneas los ejemplos citados representan una alegoría a la idea de las copas vacías, entendida como una disposición del ser a llenarse de aquello que es externo a sí. No obstante, presenta propiedades definidas en su naturaleza y función, a saber, el haber sido creado para la ‘celebración de la vida’, que podemos traducir como la expansión, el autoflorecimiento o la eudaimonia, en referencia a los antiguos griegos. Y este descubrimiento será tarea de cada ser humano.
Todas estas simulaciones de la experiencia, que podemos denominar también como representaciones de nuestra mente al sentir, pensar y vivir, pueden definirnos dependiendo de lo que decidamos hacer con ellas. Sea que nuestro naufragio no ocurra en mar abierto sino por el colapso de nuestros países, el evento traumático no sea por la pérdida de un ser querido sino por un despido del trabajo o el arco narrativo de nuestro triunfo por reconquistar un reino, la clave parece con frecuencia apuntar a la libertad de elegir cómo posicionarnos alrededor de los acontecimientos, sin perder de vista su carácter pasajero, extrayendo sus lecciones y alineando nuestros objetivos vitales para dotar de sentido a la experiencia. En todo este cóctel mediterráneo, nuestra copa no debe pasar por alto aquello que algunos autores denominan “el diálogo interior”, esa escurridiza voz que a veces nos puede jugar en contra, maximizando toda la simulación como si enfrentáramos a un cachalote o al mismísimo guasón. En esos instantes conviene recordar que no somos más que pequeñas partículas en el universo, poniendo en jaque al “gran desafío de nuestras vidas”.